Al principio de la década de los cincuenta Gianni Franciolini y De Sica han coincidido en más de una ocasión -Villa Borghese (1953), Il letto / Secrets d'alcôve (1954)-, pero, sobre todo, en Buongiorno, elefante
(1952), una película casi familiar -De Sica, María Mercader, Cesare
Zavattini- en la que el actor delega las funciones de reañización en
Franciolini.
Franciolini pasó en su no muy extensa carrera de las primeras aproximaciones al realismo en el cine italiano –Fari nella nebbia (1940)- a la comedia de costumbres en la posguerra –sus dos adaptaciones de cuentos de Moravia- para rematar con esta farsa política poco antes de morir. Ferdinando I, re di Napoli (1959) parece hecha como una celebración de últimas ocasiones, porque también es la última oportunidad de ver juntos en la pantalla a los tres hermanos De Filippo. Y del encuentro entre Peppino y Eduardo es de donde surgen los más certeros apuntes de esta celebración del humor como herramienta para ridiculizar el poder. En un doble sentido, además, porque aunque la acción se sitúa en la Italia meridional del siglo XIX, sus comentarios sobre el buen gobierno, la corrupción de la administración, la injerencia de la Iglesia en los asuntos de Estado y la obligación del pueblo de asumir su propio destino, hablan bien a las claras de la situación de un país en el que la Democracia Cristiana ha hecho del clientelismo político una de las bellas artes.
Franciolini pasó en su no muy extensa carrera de las primeras aproximaciones al realismo en el cine italiano –Fari nella nebbia (1940)- a la comedia de costumbres en la posguerra –sus dos adaptaciones de cuentos de Moravia- para rematar con esta farsa política poco antes de morir. Ferdinando I, re di Napoli (1959) parece hecha como una celebración de últimas ocasiones, porque también es la última oportunidad de ver juntos en la pantalla a los tres hermanos De Filippo. Y del encuentro entre Peppino y Eduardo es de donde surgen los más certeros apuntes de esta celebración del humor como herramienta para ridiculizar el poder. En un doble sentido, además, porque aunque la acción se sitúa en la Italia meridional del siglo XIX, sus comentarios sobre el buen gobierno, la corrupción de la administración, la injerencia de la Iglesia en los asuntos de Estado y la obligación del pueblo de asumir su propio destino, hablan bien a las claras de la situación de un país en el que la Democracia Cristiana ha hecho del clientelismo político una de las bellas artes.
Todo ello puesto en solfa, burla burlando, sin acritud… Ferdinando I —como sus parientes de por acá— es un monarca castizo al que le gusta la jarana, el buen yantar, las mujeres hermosas y la emoción del naipe. Por ello, no duda en vestirse de guappo —lo que en España se conocía como majo o manolo— y lanzarse a la calle, a las tabernas y a los teatrillos populares, donde se mezcla con su pueblo. Claro que, a él sólo le interesa mezclarse con la mitad de su pueblo de sexo femenino y, de esta mitad, en especial, con la hija de Pulcinella (Rosanna Schiaffino), a la que ha podido ver en un número de proto-striptease.
Ella está enamorada de Gennarino (Marcello Mastroianni), un músico aliado con la causa revolucionaria, pero acepta los avances del rey, para luego burlarlo, a fin de dejar vía libre a los partidarios de la República, que esperan como agua de mayo la llegada de las fuerzas napoleónicas. Poco tiene que ver con la Historia —así, con mayúsculas- la figura de este rey flamenco, cobardica y cachondón al que Peppino saca chispazos en cada intervención. En una solución archiclásica, se hace acompañar de su criado Mimì (Renato Rascel), blanco de sus explosiones de ira, tanto o más que sus ministros, tan ineficaces como prevaricadores.
Eduardo es Pulcinella, el Polichinela de la commedia dell’arte metido en la harina de las revoluciones románicas. Más que los aspectos farsescos de su personaje, le interesa el clown reflexivo, el que se vale del retruécano y la canción bufa para poner en entredicho al poderoso. No hay nada que más escueza que esas cancioncillas que van de boca en boca y nadie sabe quién ha inventado. En descubrirlo pondrá todo su empeño el Borbón. Pulcinella, que ya se ve pendiendo de la soga con el pescuezo tronchado, aprovecha para endilgarnos el “recado”. Se trata de un hermoso monólogo de Eduardo en el que no hace gala de heroísmo alguno. El cómico se puede meter en camisa de once varas pero nunca deja de ser un cómico y, entre la vida y la muerte, la única elección posible es la vida.
Una de sus hazañas se basa en un hecho real y tuvo consecuencias inesperadas en el momento del estreno de la película. Se inaugura con toda la pompa y el boato que la ocasión requiere una estatua ecuestre del rey: tribuna de autoridades, banda de música, parada militar y los napolitanos como coro. Cae la lona que cubre el monumento. Del cuello del caballo cuelga el siguiente pareado: “A tal señor, tal honor”; en tanto que la figura del monarca lleva un extraño tocado:
—¿Qué corona es ésa que me han puesto? —inquiere el rey.
—Majestad… un orinal.
Parece que en la Italia de 1959 un descendiente de Ferdinando I decidió que tal afrenta sólo podía ser lavada con sangre y retó públicamente a duelo al productor y al director.
Los hermanos De Filippo están secundados por una plantilla de cómicos de lujo entre los que destacan Vittorio De Sica en una de esas figuras abaciales que se fueron una de sus especialidades en las producciones internacionales en las que participaba como actor y que se empeña en canonizar al rey en vida a cambio de algunos ascensos en el escalafón eclesial, el turinés Rascel como el sufrido criado del rey, Mastroianni en el rol del músico enamorado de la hija de Pulcinella y Aldo Fabrizi en el papel episódico de un rústico que se va quedando sin pollos a base de sobornos para que el rey reciba una petición de gracia.
A pesar de todo ello, la cinta no resulta gran cosa por la incapacidad de Franciolini para sacar lustre a las situaciones, componiendo casi siempre el encuadre rutinariamente con los dos o tres personajes que participan en la escena en planos medios frontales, como si estuviéramos ante una primitiva realización televisiva. Al menos, esto no nos impide disfrutar del trabajo de los actores, que es lo que debió pensar Franciolini cuando dirigió ésta, su última película.
(publicado previamente en Circo Méliès)
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