Hasta en diecisiete ocasiones a lo largo de la filmografía como director de Vittorio De Sica nos encontramos con la imagen de una mujer que abre una ventana o descorre unos visillos. Los significados en cada ocasión están dictados por el propio relato y el tono que impere en él, pero no deja de ser significativa esta inmanencia desde la comedia a la húngara que practicó en su debut como director a las películas de prestigio que realizó al final de su carrera, pasando por su seminal etapa neorrealista.
Una mujer aguarda la llegada de su marido, que se ha batido en duelo con su amante. Pero –ahí te he visto, Pirandello-, ambos son la misma persona. El rostro de Renée Saint-Cyr reencuadrado por los cuarterones encristalados se inserta en el metraje de la primera película en la que aparece el nombre de Vittorio De Sica como director, Rosas escarlata (Rose scarlatte, 1940). Para entonces, lleva ya una década como uno de los galanes cinematográficos más cotizados de Italia y, aunque su presencia ante las cámaras será constante durante toda su vida, cuando se coloca detrás raramente se concede un papel. Prefiere entonces los actores “naturales”, elegidos en la calle. El otro motivo para su ausencia es que la mayoría de sus películas están protagonizadas por mujeres.
Adolescentes en el primer tramo. La señorita Malgari de Maddalena… zero in condotta (1941), profesora de correspondencia comercial, parece asomarse a un futuro de felicidad incierta cuando se acoda en la ventana con el romántico industrial Hartman. La reja del orfanato en el que vive la Teresa de Nacida en viernes (Teresa Venerdì, 1941) le veda la libertad y el futuro.
A partir de 1941 la barcelonesa María Mercader se convertirá en compañera de vida y profesión. No es por tanto extraño encontrarnos con ella en el balcón ante el que pasan los gallardos militares de Recuerdo de amor (Un garibaldino al convento, 1942) o en la ventanilla del tren que la conduce al santuario Loreto en La puerta del cielo (La porta del cielo, 1944).
La criadita de Umberto D (Umberto D, 1952) abre la ventana al toque de corneta del cuartel que hay frente a la pensión, intentando adivinar de qué soldado ha quedado encinta. La protagonista de El techo (Il tetto, 1956) escucha pasar aviones que viajan a tierras lejanas en un piso compartido con el resto de la familia de su marido en el que es imposible cualquier intimidad. Son los rescoldos del neorrealismo, un movimiento que revoluciona la concepción del arte cinematográfico después de la devastación moral provocada en Italia por la II Guerra Mundial, pero también por la posibilidad de construir algo enteramente nuevo sobre las ruinas de Europa.
Vendrán luego películas de prestigio y de público. El productor Carlo Ponti confiará en él para construir la imagen estelar de Sophia Loren. En Los girasoles (I girasoli, 1970) su personaje regresará a Italia después de haber buscado a su marido perdido en la estepa rusa durante la guerra y dejará que el sol bese su rostro sin contrastes duros ni estridencias, en una especie de caricia purificadora. Imágenes y encuadres similares protagonizan la trabajadora interpretada por Florinda Bolkan al entrar por primera vez en su habitación individual en una clínica de reposo en la montaña y la maestra encarnada por Mariangela Melato por fin embarazada en una ciudad asolada por la contaminación.
Abre los postigos del balcón de una casa en tinieblas Silvana Mangano, como la prostituta casada por conveniencia con un hombre amargado en El oro de Nápoles (L’oro di Napoli, 1954), y Faye Dunaway en Amantes (Amanti, 1969), como una norteamericana que quiere escapar de la muerte en un sofocante palacio de Treviso. Los encuadres son casi idénticos porque su significado es análogo. La luz inunda las estancias tenebrosas. Es metáfora de la pujanza de la vida -¡y del cine!- pero hiere las pupilas habituadas a la oscuridad.
Tanto, que la viuda que interpreta Sophia Loren en El viaje (Il viaggio, 1973), la última película de Vittorio De Sica, debe taparse los ojos.