El limpiabotas se estrena en España con seis años de retraso, en
la primavera de 1952, al amparo de Milagro
en Milán y a rebufo del éxito obtenido por el tándem De Sica / Zavattini en
las Semanas de Cine que desde 1951 el Istituto Italiano organiza en Madrid y
que permite al público más inquieto enterarse de lo que se cuece allende los
Pirineos.
Los recensionistas españoles atribuyen entonces la crudeza de El limpiabotas a un naturalismo de corte
zoliano totalmente trasnochado.
La censura se ha mostrado reticente a autorizar el estreno pero sucumbe ante la
presión de la distribuidora, que aporta un escrito favorable del Centro Cattolico Cinematografico
italiano y un informe de la Dirección General de Prisiones en el que se afirma
que no existe “inconveniente alguno desde el punto de vista penitenciario, que
impida la exhibición de la película en nuestra Patria”. El expediente censorial
se adentra en el surrealismo –que uno de los informantes confunde con el neorrealismo– al proponer que se coloque
una cartela al principio que advierta a los espectadores que los hechos “tienen
lugar en la Italia de la posguerra, en momentos en que la política comunista
imperante había socavado y envilecido las instituciones sociales, haciéndoles
perder su eficacia y finalidad”. La sugerencia se complementa con la indicación
de que la leyenda debe ser también leída de viva voz para garantizar su
comprensión por “las personas analfabetas que presenciaran la proyección”.
Finalmente, se desestima la propuesta del censor y se autoriza el
estreno con algunos cortes en la escena de los niños en la ducha. Con mucha
menos gravedad, El limpiabotas será
objeto de una dura crítica en las páginas de un medio tan aparentemente
trivializante como La Codorniz y de
la mano de un crítico tan imprevisto como Mingote, que se muestra irónico hasta
el sarcasmo. El caballo sale poco porque está demasiado limpio para ser
neorrealista, en el reformatorio hay piojos neorrealistas y la madre del niño
tuberculoso se dedica en Nápoles “a inconfesables actividades neorrealistas”.
Pero el final va más allá de la dosis de neorrealismo que Mingote está
dispuesto a soportar: “estamos seguros de que cuando el público esté
suficientemente preparado, Vittorio de Sica no tendrá ningún obstáculo para
hacer películas aún mejores que ésta. Ocasión que aprovecharemos para
marcharnos al campo a comer tortilla de patatas, en lugar de ir al cine donde
se pasa tan neorrealmente mal”.
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